domingo, 2 de septiembre de 2007

Del libro “Hiroshima”(*)
John Hersey

“La señora Nakamura estaba de pie, mirando a su vecino, cuando todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera visto. No se dio cuenta de lo ocurrido a su vecino; los reflejos de madre empezaron a empujarla hacia sus hijos. Había dado un paso (la casa estaba a 1.234 metros del centro de la explosión) cuando algo la levantó y la mandó como volando al cuarto vecino, sobre la plataforma de dormir, seguida de partes de su casa.
Trozos de madera le llovieron encima cuando cayó al piso, y una lluvia de tejas la aporreó; todo se volvió oscuro, porque había quedado sepultada. Los escombros no la enterraron profundamente. Se levantó y logró liberarse. Escuchó a un niño que gritaba: “¡Mamá, ayúdame!”, y vio a Myeko, la menor -tenía 5 años-, enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse. Al avanzar hacia ella, abriéndose paso a manotazos frenéticos, la señora Nakamura se dio cuenta de que no veía ni escuchaba a sus otros niños.

(…) El padre Kleinsorge subió a una habitación del tercer piso, se quitó toda la ropa, excepto sus interiores, se acostó en su catre sobre su costado derecho y comenzó a leer su Stimmen der Zeit.
Después del terrible relámpago -el padre Kleinsorge se percató más tarde de que el resplandor le había recordado algo leído en su infancia acerca de un meteorito que se estrellaba contra la Tierra- tuvo apenas tiempo (puesto que se encontraba a 1.280 metros del centro) para un pensamiento: una bomba nos ha caído encima. Entonces, durante algunos segundos o quizá minutos, perdió la conciencia.
El padre Kleinsorge nunca supo cómo salió de la casa. Cuando volvió en sí, se encontraba vagabundeando en ropa interior por los jardines de hortalizas de la misión, sangrando levemente por pequeños cortes a lo largo de su flanco izquierdo; se dio cuenta de que todos los edificios de los alrededores se habían caído, excepto la misión de los jesuitas, que tiempo atrás había sido apuntalada y vuelta a apuntalar por un sacerdote llamado Gropper que le tenía pavor a los terremotos; se dio cuenta de que el día se había oscurecido, y de que Muratasan, el ama de llaves, se encontraba cerca, gritando: “¡Shu Jesusu, awaremi tamai! ¡Jesús, Señor nuestro, ten piedad de nosotros!”.”


(*) Este texto se puede escuchar en:
http://www.emol.com/especiales/infografias/20050805_hiroshima.htm

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